Estaba
en la Bolsa de Córdoba, en la Argentina, con mi hijo Álvaro, dialogando con un
grupo de empresarios y profesores sobre los problemas de América latina, cuando
nos avisaron que había muerto Margaret Thatcher. Con esa vocación suicida que
de tanto en tanto manifiesta, Álvaro dijo que, sin querer por ello ofender al
auditorio, se sentía obligado a rendir un homenaje a la "dama de
hierro", que había marcado fuertemente su juventud. Hubo un rumor
reprobatorio, pero, en general, el público reaccionó con una soberbia
compostura británica, si puedo decirlo así. Sólo al terminar el acto, una dama
nos recordó el cruel e inútil hundimiento del Belgrano por la Royal Navy durante la
Guerra de las Malvinas en 1982.
Yo también pasé casi todos los años
de Margaret Thatcher en el Reino Unido y a mí también lo que ella hizo me marcó
profundamente. Todavía está presente en cosas que creo y defiendo, y que me
hacen decir que soy un liberal. Cuando la Dama subió al poder, Gran Bretaña se
hundía en la mediocridad y en la decadencia, deriva natural del estatismo, el
intervencionismo y la socialización de la vida económica y política, aunque,
eso sí, guardando siempre las formas y respetando las instituciones y la
libertad, una segunda naturaleza para la sociedad británica.
Ella puso en marcha un programa de
reformas radicales que sacudió de pies a cabeza a ese país adormecido por un
socialismo anticuado y letárgico que había desmovilizado y casi castrado a la
cuna de la democracia y de la Revolución Industrial, la fuente más fecunda de la modernidad. Privatizando
empresas, liberalizando a los inquilinos cautivos de las viviendas municipales
y convirtiéndolos en nuevos propietarios, abriendo mercados por doquier y las
fronteras del país al comercio y la inversión, obligando a las empresas a
competir, privándolas de los estupefacientes subsidios, atacando el rentismo e
impulsando sin tregua el accionariado difundido y el capitalismo popular, su
gobierno devolvió al gigante dormido el dinamismo de sus mejores tiempos y a su
país, una influencia en la esfera internacional que había perdido por completo.
En los 80, la renta per cápita británica superó a la de Francia.
Por supuesto que los sacrificios
fueron enormes, pero, sin los cambios que ellos significaron, el Reino Unido
estaría ahora mucho peor de lo que está. Vivir en la mentira es siempre, en los
órdenes político y económico, peor que afrontar la cruda verdad. Al mismo
tiempo que desmontaba la maraña burocrática y el estatismo parasitario y los
reemplazaba por una economía de mercado moderna, la primera ministra lanzó una
vigorosa ofensiva en el campo de las ideas y los valores recordando a sus
compatriotas -y a los europeos- que la cultura democrática y liberal no tenía
por qué intimidarse frente al comunismo, como venía ocurriendo, sobre todo por
la cobardía y el oportunismo de las elites intelectuales, pues las credenciales
de los Estados totalitarios eran el fracaso económico más flagrante, la
desaparición de todas las libertades y los atropellos más inicuos contra los
derechos humanos.
Pocos políticos me han producido el
respeto que he sentido por la
gran Dama, porque pocos he conocido que, como ella, dijeran
siempre lo que creían e hicieran siempre lo que decían. Creía en la libertad,
en el individuo soberano, en la ética calvinista del trabajo, en el ahorro, en
valores morales como sustento de las instituciones y en el escrupuloso respeto
a la ley. Era
hija de un modesto bodeguero de Grantham y pudo tener una educación de alto
nivel únicamente gracias a su inteligencia, a su espartana disciplina y a su
esfuerzo.
Uno de los más dolorosos reveses de
su vida -era demasiado orgullosa para hacerlo notar- debió de ser la negativa
de su Universidad, Oxford, de darle el honoris causa, como acostumbraba hacerlo
con todos los gobernantes egresados de ese centro de estudios. Pero no debió
sorprenderla, porque la clase intelectual siempre la odió. Ahora lo ha
demostrado, yendo a escupir sobre su cadáver, celebrando la muerte de The
Witch, y vomitando injurias y mentiras sobre su gestión.
La primera vez que la vi de cerca
fue, precisamente, rodeada de una decena de intelectuales, en la casa del
historiador Hugh Thomas. Los filósofos, escritores, dramaturgos la sometieron a
lo largo de la cena a un examen severo y sutil, aunque educado. El más pugnaz
fue Tom Stoppard; el más penetrante, Isaiah Berlin; el más sibilino A. Ayer. La
Dama superó la prueba con honores. Se habló de Orwell y de Koestler y del Muro
de Berlín, que Margaret Thatcher vería por primera vez en vivo al día
siguiente, en el que viajaba a Alemania en visita oficial. Cuando ella partió,
Isaiah Berlin resumió la impresión general de manera concluyente: "Nothing
to be ashamed of" (¡Nada de qué avergonzarse con esta señora!).
La segunda vez que estuve con ella
fue en 10 Downing Street, su despacho de primera ministra. Yo era candidato a
la presidencia en Perú y le pregunté qué sería lo más importante si era
elegido. Tengo muy viva su respuesta: "Rodéese de un grupo leal y
resuelto; porque cuando esas reformas estén en marcha y venga la reacción
enconada, las peores traiciones serán de sus partidarios antes que de sus
adversarios". Sus palabras resultaron proféticas: ella no fue revocada por
la oposición, sino por intrigantes como Geoffrey Howe del propio Partido
Conservador, al que la Dama había hecho ganar, por primera vez en la historia,
tres elecciones seguidas.
Todavía la vi dos veces más, ya
fuera del gobierno. La primera, en Washington, a su regreso de Chile, donde en
medio de una conferencia, había tenido un desfallecimiento. Se la veía callada
y abatida; en cambio, su esposo, había contraído en el curso de esa gira un
horror santo por el Nuevo Continente y despotricaba sin el menor embarazo
contra "los mexicanos", en los que, me pareció, englobaba a todos los
latinoamericanos sin excepción.
Pero la última vez que la vi, estaba
animosa, comunicativa y risueña. Yo había acompañado a su casa a un grupo de
cubanos del exilio que querían invitarla a Miami a dar una conferencia. Se tomó
tres whiskies e hizo observaciones muy divertidas sobre lo que ocurría en
América latina. También hizo bromas. Nos acompañó hasta la puerta y, al
despedirse, de pronto levantó el puño como una muchachita revolucionaria y
lanzó una consigna: "We must undermine Castro!" (¡Tenemos que socavar
a Castro!).
Como en sus últimos años su
desconfianza hacia la
Unión Europea creció de manera indebida y su nacionalismo
pareció endurecerse y como, por otra parte, defendió a Pinochet por la ayuda
que la dictadura chilena prestó a Gran Bretaña durante la Guerra de las
Malvinas, su imagen se empañó. No fueron los únicos errores que cometió, desde
luego. Su liberalismo era contrarrestado a veces por un conservadurismo que la
llevaba a contradecirse y a tomar medidas que estaban en entredicho con la apertura
e internacionalización del comercio, la política y la vida que su gobierno
propulsó más que nadie en esos años europeos. Pero, haciendo el balance de su
gobierno, lo positivo es infinitamente más importante que lo negativo. Gracias
a ella, el Partido Conservador dejó de ser aristocrático y se volvió
multiclasista y meritocrático. Su mejor discípulo no fue un conservador, sino
Tony Blair, cuyo partido laborista, en gran parte gracias a ella, se modernizó
también, optó por la
Tercera Vía y se impregnó de saludables ideas liberales. Si no hubiera sido en buena parte por ella, la dictadura
militar argentina seguiría tal vez en el poder, aumentando su prontuario de
crímenes. La lista de sus realizaciones y logros cubriría muchas
páginas.
Cuando dejó el poder, víctima de
aquella mala conspiración interna, le envié un ramo de rosas rojas y una
tarjeta. Ahora, aquí, medio, extraviado entre los nevados de la Cordillera y
los viñedos de Mendoza, no puedo hacerle llegar unas flores, sólo estas
apresuradas líneas de admiración y gratitud.
[Nota recuperada del matutino LA NACIÓN, Buenos Aires, Argentina, lunes,
22.04.13]