La muerte de Margaret Thatcher me recuerda una anécdota que se
enseñaba a los escolares británicos. En una cierta batalla entre ingleses y franceses, el jefe
inglés se dirigió cortésmente a sus enemigos diciendo: "Señores los
franceses: tirad primero". Según otra versión, más realista, en realidad
arengó a su propia tropa diciendo: "¡Señores! ¡Los franceses! Tirad
primero". Lo primero alude a un cierto fair play caballeresco, como
en un partido de rugby. Lo segundo parece más adecuado a la guerra real.
En rigor, la órbita de
Margaret Thatcher se cruzó una única vez con la de la Argentina: en ocasión de
la Guerra de Malvinas, y más precisamente, cuando ordenó el hundimiento del
crucero General Belgrano. De eso se ha hablado en estos días, recordando los
centenares de muertos, víctimas inocentes de la sanguinaria dama.
En 1982, la Guerra de
Malvinas despertó nuestro enano nacionalista. La soberbia y la paranoia se
expresaron de la manera peor y más grotesca. Nuestros derechos sobre las islas
Malvinas nos autorizaban a "recuperarlas" por la fuerza: invadir
sorpresivamente las islas, plantar la bandera, cambiar de mano las calles; tal
el entremés del festín que nuestros militares de entonces preparaban. El 2 de
abril el general Galtieri habló desde el balcón de Perón, alzó los brazos como
Perón y hasta hizo la V de la victoria, ante una plaza colmada y aclamante. La
receta nacionalista funcionaba.
Luego vino la soberbia
desmesurada. Cuando Gran Bretaña consideró, razonable y previsiblemente, que la
acción argentina era un acto de guerra, nuestros dirigentes militares y la
mayoría de los argentinos se convencieron de que la ganaríamos. Tanto,
que dejaron pasar varias ofertas de negociación que, en la situación actual,
nos parecerían magníficas. Pero luego del balcón y de la plaza, era todo o
nada.
Fue nada. Gran Bretaña,
comandada por la
señora Thatcher, se tomó la guerra en serio, organizó su
flota, viajó, llegó y venció. Allí comenzó la fase paranoica. Los ingleses
ganaban con trampas; no respetaban el fair play. Mandaron salvajes gurkas
para combatir a gente civilizada como nosotros. Sus soldados tenían unos
anteojos que les permitían mirar en la oscuridad. Quizá
nos preguntamos por qué el árbitro no les sacaba una tarjeta amarilla. Con el
crucero General Belgrano pensamos que nos correspondía un penal. Lo hundieron,
pese a que no estaba participando en la batalla; para peor, con un submarino
nuclear, sabiendo que nosotros no lo teníamos.
Tres décadas después se
sigue repitiendo el argumento de que el crucero no era un blanco de guerra
legítimo. Sin embargo, nuestros almirantes han reconocido lo evidente: el buque
estaba en operaciones. Era viejo e inadecuado. No bastaba con retirarlo un poco
de la línea: si preocupaba el riesgo de la nave y de sus tripulantes, debieron
dejarlo en puerto. No lo hicieron porque, en realidad, estaba operando. O al
menos, es razonable que el mando enemigo así lo pensara y en la duda dijera:
"Tirad primero". Así es la guerra. Margaret Thatcher
hizo lo que la mayoría de los responsables de una guerra habría hecho. Ni más
ni menos.
Nuestro nacionalismo
paranoico encuentra siempre culpables ajenos para explicar nuestros fracasos o
errores. Pero los muertos del General Belgrano deben ponerse en la cuenta de
los jefes militares irresponsables. También en la cuenta de los argentinos
irresponsables que los alentaron. No tengo una opinión muy fundada sobre la
anciana dama que acaba de morir. Más bien, no me gustaba. Pero sé que de ese
pecado está exenta.
[Texto
recuperado del matutino de la ciudad de Buenos Aires (Argentina) La Nación, Miércoles 10.04.13]
No hay comentarios:
Publicar un comentario