sábado, 28 de septiembre de 2013

The boys don’t cry

Por Cecilia Palmeiro

Hace un mes, Alemania dio un paso pequeño para la ley pero gigante para la humanidad: el reconocimiento de que la identidad de género no es algo intrínseco al ser humano sino que forma parte de su inteligibilidad social. El género se muestra entonces como algo cultural y no natural, e incluso, como una convención social.
Desde el 1° de noviembre, por ley, Alemania no requerirá identificar a los recién nacidos como femenino ni masculino (hasta ahora las dos únicas opciones legales aunque no las únicas reales), dejando el casillero de género en blanco para ser rellenado por los sujetxs (y no por sus progenitores) a voluntad, cuando lo deseen y si lo desean.
Esta leve modificación de la ley tiene implicancias teóricas enormes, aunque también limitaciones.
La legislación se aplica en los casos de bebés intersex, es decir aquellos que nacen con las características biológicas y genitales de los dos sexos; anteriormente llamados “hermafroditas” o “andróginos”. Intersex es el nombre con el que esta comunidad se identifica, criticando el término médico “trastorno de diferenciación sexual” que diagnosticado como enfermedad afecta al 1% de la población mundial, según estadísticas de la Organización Mundial de la Salud.
La nueva ley, basada en reclamos de activistas intersex, otorga al individux intersex el poder de decisión sobre su propio cuerpo, antes detentada por los padres que junto con los pediatras decidían por uno u otro género e intervenían quirúrgicamente en consecuencia (por lo general a lxs intersex e incluso a los portadores de micropene se lxs vuelve mujeres, por el miedo pacato a que se convirtieran en “homosexuales pasivos”, una categoría precámbrica).
La mayoría de las personas intersex es violentada por la institución médica y el patriarcado desde su nacimiento, sin tener el derecho de vivir su cuerpo y su sexualidad libremente. Podrá decirse que en el capitalismo tardío nadie vive nada libremente, pero al menos algunos pueden vivenciar esa ilusión; claramento no quienes desde la infancia son sometidxs a penosas intervenciones “correctivas” para las cuales no es necesario su consentimiento. En la mayoría de esos casos, el género que deciden “las autoridades” no coincide con el deseado por los sujetxs posteriormente, de manera que todas esas cirugías y tratamientos pasan a revertirse a través de no menos penosos y costosos procedimientos médicos.
Esta nueva normativa se aplica solamente en casos de intersexualidad, es decir que esto no significa que todo el mundo pueda elegir su género y que en las opciones no haya simplemente dos casilleros, como lo quieren algunas imágenes utópicas del activismo queer, comprometido con la liberación de todas las sexualidades. Tampoco significa que se reconozca un “tercer género” ni un literalmente “género neutro”.
Más bien, lo nuevo de esta norma permite postergar indefinidamente la elección binaria de un género a nivel legal, y la casilla podría quedar en blanco para siempre, abriendo la posibilidad a futuro de que el casillero en blanco se transforme en una nueva opción.
En el Reino Unido, en 2010, una persona de 48 años, que nació varón y se transformó en mujer a los 28 para luego no identificarse con ninguno de los géneros, logró modificar su partida de nacimiento para figurar “sin género”. “No encajo en los conceptos de hombre o mujer –declaró–. La solución más fácil es no tener ninguna identidad sexual.” Esta modificación tendrá repercusiones mayores, ya que Alemania, e incluso el Reino Unido, deberán cambiar consecuentemente su aparato de identificación legal.
Una pregunta recurrente qué ocurrirá con documentos de validez internacional como los pasaportes, ya que todos los países tienen como campo obligatorio F o M, de donde las personas que no se identifiquen con ninguno de los dos tendrían problemas para circular por el mundo. Por eso algunos grupos abogan por la inclusión de la X como sigla del “neutro” en tales documentos.
Pero el mayor problema de la ley alemana es su recurso a la biología: solamente podrían elegir su identidad de género las personas que nazcan con ciertas características genitales. La libertad de elección pasa entonces por un destino biológico, concepto contra el que se instituyó primero la teoría de género, y luego el feminismo.
La teoría de género establece una diferenciación entre sexo biológico, orientación sexual e identidad de género. Alinear las tres instancias bajo el concepto de naturaleza fue el trabajo de la heteronorma a lo largo de toda la cultura occidental: si se nace mujer biológica (con determinado aparato genital), se tiene que desear al sexo opuesto, y se tiene que vivir como mujer, asumiendo los rasgos que la cultura atribuye a las mujeres; y viceversa. La historia del feminismo y de las políticas de género es la de la desarticulación de esa falsa unidad “natural” con eje en la genitalidad. El protocolo alemán recae teóricamente en el viejo vicio de la biología: la elección será libre solamente para quienes biológicamente no correspondan a los géneros pautados y sean diagnosticados con trastorno de diferenciación de género, es decir, patologizados. 
La identidad entonces sigue atada a la genitalización del cuerpo. De hecho, esta ley hace hincapié sobre los aspectos médicos negativos que una asignación de género no deseada pueda causar sobre los sujetxs, y no focaliza en los aspectos éticos, políticos y epistemológicos de tal asignación forzada que se realiza sobre todos los seres humanos.
[Material recuperado del matutino Clarín. Buenos Aires. 26.09.13]

sábado, 21 de septiembre de 2013

RECUERDOS DE UNA DESCARNADA DEL NAZISMO

Por Liselotte Leiser

(Liselotte Leiser nació en Alemania en 1919. Judia, sobrevivio al nazismo. Vive en la Argentina desde 1947).

- Me dicen Lilo pero mi verdadero nombre es Liselotte Leiser de Nesviginsky.
Tengo 94 años, nací en Berlín, en una familia judía que era dueña de una importante cadena de zapaterías y llegué a la Argentina después de la Segunda Guerra Mundial. Soy viuda luego de haber estado casada más de 50 años con un hombre extraordinario, buen compañero de vida y aventuras. Mi único hijo se llama Jorge, 58 años.
Soy, también, una sobreviviente del nazismo. Claro que ese calificativo no alcanzaría para definirme como persona, pero creo que es una forma posible de empezar a presentarme. Voy a ir por partes.
La cadena de zapaterías de mi familia, “Leiser”, llevaba nuestro apellido y tenía más de treinta y cinco sucursales. Para el año 1933 aproximadamente estuvo de visita en uno de nuestros negocios Alberto Enrique Grimoldi, el conocido fabricante argentino de zapatos, hijo a su vez de quien fundó esa empresa en 1895. Alberto había venido para aprender en los negocios de mi familia todo lo relacionado con la atención al cliente, la venta de calzado al público, la comercialización del producto. Recuerdo como si fuera hoy que Alberto se sentó en un banquito de madera de esos que se usaban entonces para ver en detalle, en vivo y en directo como se dice ahora, el procedimiento que utilizaban los vendedores de la firma.
Ninguno de nosotros podía imaginar la importancia que tendría ese hombre que de tal modo se cruzó con nuestras vidas para siempre.
Pasaron los años y la oscura estrella de Hitler siguió ascendiendo en una Alemania que se volvía cada vez más peligrosa y temible. En el año 33 la cadena Leiser, cuyas fotografías pueden verse hoy en el Centro Conmemorativo del Holocausto de Montreal, fue “arianizada” y, como consecuencia de ese despojo cruel y racista, mi familia fue obligada a “asociarse” en forma compulsiva con una persona no judía y así pasar el negocio a manos “arias”.
En noviembre de 1938 se produjo la tristemente célebre noche de los cristales rotos, esa que quedó en la historia de Alemania con el nombre de Kristallnacht.
A partir de ese episodio vinieron ataques permanentes y cada vez más duros contra los judíos con persecuciones de todo tipo. Sin ir más lejos, ya unos años antes, yo asistía a un liceo de señoritas hasta que a la edad de catorce años fui notificada por una profesora diciéndome, con una sonrisa entre cínica y fría, pero también como un alerta de lo que se venía, que debía buscar inmediatamente otro lugar ya que por ser judía no podría continuar estudiando en ese liceo.
Cuando la situación se volvió intolerable para todos nosotros, mis padres decidieron viajar conmigo desde Berlín a Holanda procurando buscar un lugar más seguro y tranquilo. Recuerdo ese momento crítico y angustiante con el mayor detalle que mi débil memoria permite. Íbamos a embarcarnos, creo, en un avión de la línea Lufthansa. En la aduana los SS nos desnudaron por completo para comprobar que no lleváramos joyas escondidas en el cuerpo. Así era la vida entonces. En Ámsterdam, mi familia poseía también una cadena de zapaterías conocida como Huff, no tan grande como la de Alemania, pero igualmente importante y prestigiosa. En el nuevo destino no disfrutamos de la suerte esperada.
En mayo de 1940 también ese país (Holanda) fue invadido y ocupado por los nazis. Ante el riesgo de perder también los negocios en Amsterdam se produjo la segunda y milagrosa intervención de Grimoldi, quien se hizo cargo de la cadena en Holanda mediante una operación comercial obviamente ficticia y con la promesa de devolver el patrimonio recibido no bien terminara la Guerra. Un verdadero pacto de caballeros. También (aunque yo era muy joven para conocer el detalle), sé que cuando mi familia aún estaba en Alemania le envió dinero a él con la sola promesa de palabra de que luego lo devolvería. Así fue. A veces, me preguntan por qué mi familia confió tanto en Grimoldi. La respuesta es mucho más simple de lo que podría suponerse. Mis padres decidieron asumir el riesgo y, así, aferrarse a la promesa de ese hombre que, en un mundo que se les caía encima, les generaba confianza. A veces, en la vida hay que dar un espacio a los valores permanentes de la condición humana.
Lo que pasó después es algo muy triste de contar y evocar para mí. Un día, a las seis de la mañana yo estaba parada y como perdida en la puerta de nuestra casa en Amsterdam; en la noche anterior había salido a bailar con unos amigos en un bar de las cercanías cuando llegaron los de la Gestapo. Debo advertir que un poco antes de eso, en un último y desesperado intento de prevención y anticipo de la tragedia inminente, mi familia obtuvo a cambio de una fuerte suma de dinero pasaportes costarricenses. Fueron otorgados por el conde Rautenberg, cónsul por entonces de ese país centroamericano. Me animo a decir que la posesión de esos documentos que nos brindaron la ciudadanía de un país que jamás conocimos nos salvó la vida. No exagero. De no contar con ellos nuestro destino seguro eran las cámaras de gas de Auschwitz. Pero aún con esa ventaja adicional nos llevaron primero a un colegio grandote donde dormíamos en el piso en condiciones muy precarias y finalmente terminamos alojados en el campo de concentración de Westerbork, un lugar de tránsito en realidad. Fue el mismo donde estuvo Ana Frank, la autora del famoso diario íntimo, antes de ser trasladada a Auschwitz para matarla como ya lo habían hecho los nazis con una tía mía, su esposo y su pequeña hija.
En Westerbork dormíamos en barracas ruinosas y fuimos tratados como animales o menos que eso. De un lado pusieron a los hombres y del otro a las mujeres. Hacíamos nuestras necesidades en letrinas asquerosas, simples agujeros cavados en el piso, y nos limpiábamos con papel de diario cuando había. Las camas, de dos o tres pisos de alto, eran de hierro y con colchones de paja.
Por las mañanas nos lavábamos como podíamos en los mismos bebederos que se usaban para el ganado. Tengo de esa época un recuerdo insignificante pero, quién sabe por qué, muy importante para mí. Secretamente, me hice una almohadita rellena con crines de caballo que llevé y usé en todos los lugares por donde anduve en la vida. Aún hoy la conservo. Dentro de todo, y en comparación con los demás, tuve suerte porque una prima mía ya estaba en el campo y se había hecho amiga de uno de los médicos que trabajaban ahí. Si no me equivoco se trataba del doctor Spanier, también judío y obligado a trabajar como todos en el hospital del lugar. Yo, usando un brazalete que todavía conservo al igual que la estrella amarilla que nos obligaban a llevar en todo momento, trabajé en el hospital como cocinera. Para alimentar a mis padres y a otras personas juntaba a escondidas viejas cáscaras de papas, zanahorias o batatas y con eso, más algunos huesos que encontraba por ahí, preparaba una especie de sopa horrible que sin embargo sirvió de alimento para muchos.
Lo que sigue a esta historia tiene que ver con la ansiada liberación. Llegó al lugar una autoridad de la cancillería alemana y constató la autenticidad de nuestros pasaportes costarricenses. Hacia 1944 nos trasladaron entonces a un campo de refugiados en Francia llamado la Bourboule. Una semana después se produjo el desembarco en Normandía y, qué emoción me da contarlo ahora, nos abrazamos todos llorando y corrimos hacia los alambrados de púas, los cortamos casi con los dientes y gritamos la palabra libertad, libertad, libertad, una, dos, cien veces. Una nueva vida empezaba para mí en ese instante. Lo vivido entonces fue inolvidable para mí, para mis padres y para las demás víctimas judías o de otro origen que habían conseguido sobrevivir a una vida espantosa en el mejor de los casos, o a una muerte segura.
Dado que conocíamos a gente amiga y familiares en Uruguay nos embarcamos hacia ese país, más precisamente a Montevideo, donde, en el barrio de Pocitos, permanecimos alojados durante aproximadamente nueve meses en una pensión. Queríamos ingresar a la Argentina pero eso no parecía posible por razones políticas: sabemos que la Argentina puso trabas para la inmigración de los judíos durante esa época. Es entonces, cuando se produce la tercera y nuevamente milagrosa aparición de Alberto Enrique Grimoldi, a quien por supuesto no olvidábamos. Él tenía contactos a diferentes niveles gubernamentales de Argentina y actuó como garante personal para permitir nuestra llegada a este país. Parece que le dijo al gobierno, presidido entonces por Perón, que nuestro conocimiento era fundamental para potenciar sus planes en la empresa. Acto seguido, Grimoldi devolvió a mi familia el dinero y todo el patrimonio de los negocios de Holanda que habían quedado a su nombre, un gesto que mi familia conoce muy bien y que  rescato en mi memoria como un tesoro inapreciable y eterno.
Es curioso lo que pasó después o ¡lo que no pasó!
Junto a mi marido me dediqué a la actividad turística, llegamos a organizar el primer contingente de viajeros argentinos a la Antártica; la vida siguió su curso. Pero lo cierto es que finalmente perdí todo contacto con los Grimoldi.
Alcancé a saber que el hombre que nos había ayudado tanto en momentos de grave riesgo para mi familia había muerto (si no me equivoco) en 1953. Todo lo vivido pareció entonces perderse para siempre en el olvido. Un día, no sé por qué, me puse en campaña junto a Virginia, una gran amiga y asistente, para ubicar a los Grimoldi. Fue como querer retomar en parte el hilo que se había roto. Ayudó en tal sentido un artículo aparecido en un diario donde se mencionaba a esa familia y su historia con algún detalle. Virginia, bastante más moderna que yo en el manejo de Internet y esas cosas, se ingenió para dar con Grimoldi hijo, el actual presidente gerente de la empresa.
Le enviamos juntas un mensaje electrónico y así se retomó el vínculo. Fui invitada a una reunión convocada en la fábrica con toda la familia para que yo contara el comportamiento que tuvo Alberto con nosotros. Eso fue muy emocionante para todos. Lo que dije en ese encuentro, lo repito ahora. Ojalá todos los hombres actuaran como lo hizo Grimoldi. Su hijo, Alberto Luis, es el actual presidente y gerente de la empresa y más allá de eso es, debo decirlo con todas las letras, un amigo permanente de la familia que nunca se olvida de nosotros.
Tengo 94 años y pese a todo lo pasado y sufrido estoy feliz de estar aún en el mundo. ¡Me gusta la vida! Si me toca morir preferiría que fuera de repente, sin dolor y rodeada por todos mis seres queridos.
[Un brindis para la firma que vistió mis pies en la infancia y adolescencia con sus “gomicuers”. Además, personas honorables. Está bueno que haya personas buenas y eficientes]. [Recuperado del matutino Clarín, Buenos Aires, 24.08.13]

sábado, 14 de septiembre de 2013

PRUEBAS DE VIRGINIDAD



Por Telésforo

telesforoagarre@gmail.com

Indonesia, el país musulmán más poblado del mundo con 240 millones de personas, es una nación secular donde la mayoría profesa una forma de fe moderada y tolerante. Sin embargo, a algunos funcionarios les preocupa que la rápida globalización e integración económica socave los principios morales.

Muhammad Rasyid (director de educación del distrito de Prabumulih, en Sumatra del Sur, Indonesia) dijo que desea iniciar, el próximo año, las pruebas de virginidad obligatorias entre las alumnas y propuso un presupuesto para tal efecto.
El plan tiene por objetivo desalentar a las adolescentes a tener relaciones sexuales antes del matrimonio y protegerlas de la prostitución.
Los comentarios airados abundaron en redes sociales, como Twitter y Facebook, donde muchas personas (progresistas) calificaron las pruebas como una forma de abuso de menores que podría marcar emocionalmente a las estudiantes.
Algunas voces destacaron que “como estudiantes, ellas necesitan ser apoyadas más que ser juzgadas.”
En Yakarta, la capital de Indonesia, Aris Merdeka Sirait (de la Comisión Nacional para la Protección del Niño) dijo que “la pérdida de la virginidad no sólo sucede debido a la actividad sexual; podría ser causada por los deportes, o problemas de salud o muchos otros factores”.
Al fundamentar su plan, Muhammad Rasyid señaló que la idea iba a provocar críticas pero la defendió como una “manera adecuada de proteger a las niñas de la prostitución y del sexo libre.
Nurul Arifin, una legisladora del Partido Golkar, manifestó que el plan carecía de ética y era un intento más de “discriminación y hostigamiento hacia las mujeres”.

sábado, 7 de septiembre de 2013

8 vacas y U$S 1.000


Por Telésforo

telesforoagarre@gmail.com

Una periodista uruguaya relató que durante una visita al Congo junto a militares, políticos y colegas de su país, un grupo de hombres ofreció comprarla a cambio de ocho vacas y mil dólares.
Patricia Martín, periodista de radio Sarandí y Montecarlo TV (de la ciudad de Montevideo, capital de la República Oriental del Uruguay), describió cómo le hicieron esa oferta para quedarse con ella a un militar uruguayo con funciones en la ONU (Organización de las Naciones Unidas), que participa en la misión de paz internacional en el país africano.
Según contó la periodista Martín en radio Sarandí, ella viajó al Congo como parte de una delegación de periodistas y políticos y en el medio de una recorrida el convoy uruguayo fue interceptado por un grupo de hombres.
Uno de ellos habló con los militares y le propuso darle cuatro vacas a cambio de quedarse con ella, pero como le dijeron que no de inmediato subió a seis, luego a ocho y al final ofreció “ocho vacas y mil dólares”.
De acuerdo a lo narrado, la propia joven intentó persuadir a los interesados, que rechazaron hablar con ella y pidieron negociar directamente con “su dueño”.
Finalmente, los militares uruguayos debieron aclarar (con voz alta y ademán severo) que la periodista no estaba en venta y continuaron el recorrido, mientras los ofrentes se retiraban cabizbajos y con aire de resignación.