Por Liselotte Leiser
(Liselotte Leiser nació en Alemania en 1919. Judia, sobrevivio al nazismo. Vive en la Argentina desde 1947).
- Me dicen Lilo pero mi verdadero
nombre es Liselotte Leiser de Nesviginsky.
Tengo 94 años, nací en Berlín, en
una familia judía que era dueña de una importante cadena de zapaterías y llegué
a la Argentina después de la Segunda Guerra Mundial. Soy viuda luego de haber
estado casada más de 50 años con un hombre extraordinario, buen compañero de
vida y aventuras. Mi único hijo se llama Jorge, 58 años.
Soy, también, una sobreviviente
del nazismo. Claro que ese calificativo no alcanzaría para definirme como
persona, pero creo que es una forma posible de empezar a presentarme. Voy a ir
por partes.
La cadena de zapaterías de mi
familia, “Leiser”, llevaba nuestro apellido y tenía más de treinta y cinco
sucursales. Para el año 1933 aproximadamente estuvo de visita en uno de
nuestros negocios Alberto Enrique Grimoldi, el conocido fabricante
argentino de zapatos, hijo a su vez de quien fundó esa empresa en 1895. Alberto
había venido para aprender en los negocios de mi familia todo lo relacionado
con la atención al cliente, la venta de calzado al público, la comercialización
del producto. Recuerdo como si fuera hoy que Alberto se sentó en un
banquito de madera de esos que se usaban entonces para ver en detalle, en vivo
y en directo como se dice ahora, el procedimiento que utilizaban los vendedores
de la firma.
Ninguno de nosotros
podía imaginar la importancia que tendría ese hombre que de
tal modo se cruzó con nuestras vidas para siempre.
Pasaron los años y la oscura
estrella de Hitler siguió ascendiendo en una Alemania que se volvía cada vez
más peligrosa y temible. En el año 33 la cadena Leiser, cuyas
fotografías pueden verse hoy en el Centro Conmemorativo del Holocausto de
Montreal, fue “arianizada” y, como consecuencia de ese despojo cruel y
racista, mi familia fue obligada a “asociarse” en forma compulsiva con una
persona no judía y así pasar el negocio a manos “arias”.
En noviembre de 1938 se produjo la tristemente
célebre noche de los cristales rotos, esa que quedó en la historia de
Alemania con el nombre de Kristallnacht.
A partir de ese episodio vinieron
ataques permanentes y cada vez más duros contra los judíos con persecuciones de
todo tipo. Sin ir más lejos, ya unos años antes, yo asistía a un liceo de
señoritas hasta que a la edad de catorce años fui notificada por una profesora
diciéndome, con una sonrisa entre cínica y fría, pero también como un alerta de
lo que se venía, que debía buscar inmediatamente otro lugar ya que por ser
judía no podría continuar estudiando en ese liceo.
Cuando la situación se volvió
intolerable para todos nosotros, mis padres decidieron viajar conmigo desde
Berlín a Holanda procurando buscar un lugar más seguro y tranquilo. Recuerdo
ese momento crítico y angustiante con el mayor detalle que mi débil memoria
permite. Íbamos a embarcarnos, creo, en un avión de la línea Lufthansa. En
la aduana los SS nos desnudaron por completo para comprobar que no
lleváramos joyas escondidas en el cuerpo. Así era la vida entonces. En Ámsterdam,
mi familia poseía también una cadena de zapaterías conocida como Huff,
no tan grande como la de
Alemania, pero igualmente importante y prestigiosa. En el
nuevo destino no disfrutamos de la suerte esperada.
En mayo de 1940
también ese país (Holanda) fue invadido y ocupado por los nazis. Ante
el riesgo de perder también los negocios en Amsterdam se produjo la segunda y
milagrosa intervención de Grimoldi, quien se hizo cargo de la cadena en Holanda
mediante una operación comercial obviamente ficticia y con la promesa de
devolver el patrimonio recibido no bien terminara la Guerra. Un verdadero
pacto de caballeros. También (aunque yo era muy joven para conocer el detalle),
sé que cuando mi familia aún estaba en Alemania le envió dinero a él con la
sola promesa de palabra de que luego lo devolvería. Así fue. A veces, me
preguntan por qué mi familia confió tanto en Grimoldi. La respuesta es mucho
más simple de lo que podría suponerse. Mis padres decidieron asumir el riesgo
y, así, aferrarse a la promesa de ese hombre que, en un mundo que se les caía
encima, les generaba confianza. A veces, en la vida hay que dar un espacio a
los valores permanentes de la condición humana.
Lo que pasó después es algo muy
triste de contar y evocar para mí. Un día, a las seis de la mañana yo estaba
parada y como perdida en la puerta de nuestra casa en Amsterdam; en la noche
anterior había salido a bailar con unos amigos en un bar de las cercanías
cuando llegaron los de la
Gestapo. Debo advertir que un poco antes de eso, en un
último y desesperado intento de prevención y anticipo de la tragedia inminente,
mi familia obtuvo a cambio de una fuerte suma de dinero pasaportes costarricenses.
Fueron otorgados por el conde Rautenberg, cónsul por entonces de ese país
centroamericano. Me animo a decir que la posesión de esos documentos que nos
brindaron la ciudadanía de un país que jamás conocimos nos salvó la vida. No exagero. De no contar con ellos nuestro destino
seguro eran las cámaras de gas de Auschwitz. Pero aún con esa ventaja
adicional nos llevaron primero a un colegio grandote donde dormíamos en el piso
en condiciones muy precarias y finalmente terminamos alojados en el campo de
concentración de Westerbork, un lugar de tránsito en realidad. Fue el mismo
donde estuvo Ana Frank, la autora del famoso diario íntimo, antes de ser
trasladada a Auschwitz para matarla como ya lo habían hecho los nazis con
una tía mía, su esposo y su pequeña hija.
En Westerbork dormíamos en barracas
ruinosas y fuimos tratados como animales o menos que eso. De un lado pusieron a
los hombres y del otro a las mujeres. Hacíamos nuestras necesidades en letrinas
asquerosas, simples agujeros cavados en el piso, y nos limpiábamos con papel de
diario cuando había. Las camas, de dos o tres pisos de alto, eran de hierro y
con colchones de paja.
Por las mañanas nos lavábamos como
podíamos en los mismos bebederos que se usaban para el ganado. Tengo de esa
época un recuerdo insignificante pero, quién sabe por qué, muy importante para
mí. Secretamente, me hice una almohadita rellena con crines de caballo que
llevé y usé en todos los lugares por donde anduve en la vida. Aún hoy la conservo. Dentro
de todo, y en comparación con los demás, tuve suerte porque una prima mía ya
estaba en el campo y se había hecho amiga de uno de los médicos que trabajaban
ahí. Si no me equivoco se trataba del doctor Spanier, también judío y obligado
a trabajar como todos en el hospital del lugar. Yo, usando un brazalete que
todavía conservo al igual que la estrella amarilla que nos obligaban a llevar
en todo momento, trabajé en el hospital como cocinera. Para alimentar a mis
padres y a otras personas juntaba a escondidas viejas cáscaras de papas,
zanahorias o batatas y con eso, más algunos huesos que encontraba por ahí,
preparaba una especie de sopa horrible que sin embargo sirvió de alimento para
muchos.
Lo que sigue a esta historia tiene
que ver con la ansiada liberación. Llegó al lugar una autoridad de la
cancillería alemana y constató la autenticidad de nuestros pasaportes
costarricenses. Hacia 1944 nos trasladaron entonces a un campo de refugiados en
Francia llamado la
Bourboule. Una semana después se produjo el desembarco en
Normandía y, qué emoción me da contarlo ahora, nos abrazamos todos llorando
y corrimos hacia los alambrados de púas, los cortamos casi con los dientes
y gritamos la palabra libertad, libertad, libertad, una, dos, cien veces. Una
nueva vida empezaba para mí en ese instante. Lo vivido entonces fue inolvidable
para mí, para mis padres y para las demás víctimas judías o de otro origen que
habían conseguido sobrevivir a una vida espantosa en el mejor de los casos,
o a una muerte segura.
Dado que conocíamos a gente amiga y
familiares en Uruguay nos embarcamos hacia ese país, más precisamente a
Montevideo, donde, en el barrio de Pocitos, permanecimos alojados durante
aproximadamente nueve meses en una pensión. Queríamos ingresar a la Argentina
pero eso no parecía posible por razones políticas: sabemos que la Argentina
puso trabas para la inmigración de los judíos durante esa época. Es
entonces, cuando se produce la tercera y nuevamente milagrosa aparición de
Alberto Enrique Grimoldi, a quien por supuesto no olvidábamos. Él tenía contactos
a diferentes niveles gubernamentales de Argentina y actuó como garante personal
para permitir nuestra llegada a este país. Parece que le dijo al gobierno,
presidido entonces por Perón, que nuestro conocimiento era fundamental para
potenciar sus planes en la
empresa. Acto seguido, Grimoldi devolvió a mi familia el
dinero y todo el patrimonio de los negocios de Holanda que habían quedado a su
nombre, un gesto que mi familia conoce muy bien y que rescato en mi memoria como un tesoro
inapreciable y eterno.
Es curioso lo que pasó después o ¡lo
que no pasó!
Junto a mi marido me dediqué a la
actividad turística, llegamos a organizar el primer contingente de viajeros
argentinos a la Antártica; la vida siguió su curso. Pero lo cierto es que
finalmente perdí todo contacto con los Grimoldi.
Alcancé a saber que el hombre que
nos había ayudado tanto en momentos de grave riesgo para mi familia había
muerto (si no me equivoco) en 1953. Todo lo vivido pareció entonces perderse
para siempre en el olvido. Un día, no sé por qué, me puse en campaña junto a
Virginia, una gran amiga y asistente, para ubicar a los Grimoldi. Fue como
querer retomar en parte el hilo que se había roto. Ayudó en tal sentido
un artículo aparecido en un diario donde se mencionaba a esa familia y su historia
con algún detalle. Virginia, bastante más moderna que yo en el manejo de
Internet y esas cosas, se ingenió para dar con Grimoldi hijo, el actual
presidente gerente de la empresa.
Le enviamos juntas un mensaje
electrónico y así se retomó el vínculo. Fui invitada a una reunión convocada
en la fábrica con toda la familia para que yo contara el comportamiento que
tuvo Alberto con nosotros. Eso fue muy emocionante para todos. Lo que dije en
ese encuentro, lo repito ahora. Ojalá todos los hombres actuaran como lo hizo
Grimoldi. Su hijo, Alberto Luis, es el actual presidente y gerente de la
empresa y más allá de eso es, debo decirlo con todas las letras, un amigo
permanente de la familia que nunca se olvida de nosotros.
Tengo 94 años y pese a todo lo pasado
y sufrido estoy feliz de estar aún en el mundo. ¡Me gusta la vida! Si me toca
morir preferiría que fuera de repente, sin dolor y rodeada por todos mis seres
queridos.
[Un brindis para
la firma que vistió mis pies en la infancia y adolescencia con sus “gomicuers”.
Además, personas honorables. Está bueno que haya personas buenas y eficientes].
[Recuperado del matutino Clarín, Buenos
Aires, 24.08.13]
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