Por Roque
Domingo Graciano
Mi
amigo Mauricio me contó una leyenda menor. Un Emperador (rey de reyes) deseaba
obtener el “árbol de la felicidad”, que según sus doctos asesores existía en algún
lugar del planeta. Para poseerlo, el Emperador envió alrededor de la tierra,
durante décadas, a sus mejores oficiales. Año tras año, los enviados volvían
con una respuesta negativa lo que era castigado con la horca.
El
relato se instalaba en el Medio Oriente: tierra de grandes religiones y de
magia, donde la vida tiene una dimensión diferente.
Así,
después de más de 50 años, el Emperador descubre que “el árbol de la
felicidad” era aquel que le daba sombra en un rincón de su parque, cuando
él dormía la siesta en las tardes de verano.
La
moraleja es ostensible.
Años
después, una tarde otoñal, cuando escuchábamos unos tangos cantados por Luis
Cardei (y a raíz de un tango donde una niña pobre lloraba deseando un
juguete), mi vecino Titi (rosarino, guitarrero y cantor) me contó una nueva
versión de aquella leyenda.
En
la versión de Titi, se trataba de un niño pobre, indefenso y maltratado que era
utilizado por unos payasos para entretener a la audiencia, los clientes.
Este
niño deseaba los juguetes que tenían los niños ricos a quienes él divertía.
Sufría mucho por esta carencia hasta que descubrió (una tarde de primavera,
bajo la sombra húmeda de un jacarandá) que el mejor juguete que Dios le podía
dar estaba debajo de su ombligo.
Lo
raro es que Titi atribuyó esa versión a William Shakespeare, escritor de
neblina. Yo tengo las obras completas de Shakespeare editadas por Aguilar en
papel biblia y he leído gran parte de la obra y no encontré ese relato pero ya
sabemos: los rosarinos son embusteros y taimados.
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