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EL AGUIJÓN DEL ESCORPIÓN
Por ELÉTOR
hectorco@infovia.com.ar
Me desperté
temprano. El claroscuro de la noche aún
pendía en los bordes de la ventana de mi habitación. Mis pensamientos
giraban locamente sin poder detenerse en ningún punto fijo. El recuerdo de
Miguel tirado en la calle, luego del accidente, era una imagen metida en el
fondo de mis ojos sorprendidos. Y el coche, ese coche, que corrió por las
calles desiertas, con las aceras también desiertas, y por más que trataba de
rememorar, no se oyó ningún otro sonido, y no hubo ningún otro movimiento en
todo el resto de la helada noche de noviembre, inusual para la época, hasta ese
aterrador ruido al deslizarse el auto en una brutal frenada y el chocar contra
la empalizada, volcando vertiginosamente, despidiendo el cuerpo de Miguel.
Quería hacer retroceder el tiempo hasta el preciso momento en que en aquella
reunión en su casa, donde Miguel me
decía “cuando vuelvo a beber ya no se hace de noche” y decirle-- no Miguel es
un riesgo estúpido, basta, basta…--pero no, siguió bebiendo y cantaba
impostando la voz y haciendo muecas a Sofía que estaba recostada en un sofá
cercano a la ventana “confieso que me decían tus besos una canción mejor que
esta”. De repente se alejó de Sofía e
impulsado posiblemente por el alcohol por fin se arrojó en su sillón y con la
mirada perdida en quien sabe qué desquiciadas ideas, trabó la puerta. Ahora estaba
él, de pie frente a la página en blanco que se destacaba sobre su mesa de
arquitecto. La escena varió en su detalle. --El
próximo relato incluiría un apéndice sobre la versión actualizada de la
fábula del escorpión y la tortuga--, nos decía con voz discontinua por las
lentitudes en pronunciar las palabras, que salían de su boca trabadas por
el alcohol y reía a carcajadas, pero que
ocultaban el profundo dolor que la pérdida de Amalia había estampado en su ánimo, ahora quebrantado y que yo percibía, en su perturbado rostro.
Quise detenerlo cuando intentó salir de la habitación, pero pronunciando un
sordo gruñido siguió el camino que lo llevó al auto y sin dilación lo puso en
movimiento sin que yo pudiera impedirlo. Luego el choque, el ver agitar por el
aire como a un pelele el cuerpo de Miguel,
rodando sin cesar por la calle desierta. Después la sirena de la
ambulancia, los gritos excitados de los médicos tratando de trasladarlo y yo
corriendo detrás de la ambulancia hacia el hospital. Luego la terapia intensiva
y los escasos diálogos en las horas prefijadas, me dieron indicios de las motivaciones que Miguel habría tenido
para hacer lo que hizo. –Estoy en una encrucijada y la vida se me ha tornado un
gran sin sentido—me dijo, con un fino tono de voz interrumpido por un
disimulado llanto. ¡Y no pregunté más! Sospeché que el mentado accidente no
había sido nada más que un fallido intento de suicidio y que correspondía a un
íntimo secreto oculto de la historia de
Miguel, que yo relacioné con ese
escorpión del que simbólicamente habló
Miguel y que en ocasiones
aguijonea a nuestras vidas,
cuando la angustia que produce la ofuscación de la nada invade a la existencia y la
desesperación nos grita desde sus entrañas. ¡Basta ya, no resisto más! ¿Los
motivos? Tal vez la pérdida de Amalia
haya sido el suceso principal, pero también otras circunstancias que lo estremecían pero que jamás las reveló.
Seguí frecuentando a Miguel que
continuó su vida con un estado de ánimo fronterizo con la melancolía. Íntimamente me dije ¿hacer un relato sobre
esto? Y me respondí. ¡No, nada de relatos, nunca más! Cada cual tiene el
derecho a reservarse para sí los motivos de sus decisiones cruciales. Pero
tengo que confesar que tengo la sensación de haber sido indiscreto y que escudándome en un momento de debilidad
vulneré el mutismo que me había impuesto.
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