sábado, 30 de junio de 2012

EL AGUIJÓN DEL ESCORPIÓN





Por ELÉTOR
hectorco@infovia.com.ar

                                                        Me desperté temprano. El claroscuro de la noche aún  pendía en los bordes de la ventana de mi habitación. Mis pensamientos giraban locamente sin poder detenerse en ningún punto fijo. El recuerdo de Miguel tirado en la calle, luego del accidente, era una imagen metida en el fondo de mis ojos sorprendidos. Y el coche, ese coche, que corrió por las calles desiertas, con las aceras también desiertas, y por más que trataba de rememorar, no se oyó ningún otro sonido, y no hubo ningún otro movimiento en todo el resto de la helada noche de noviembre, inusual para la época, hasta ese aterrador ruido al deslizarse el auto en una brutal frenada y el chocar contra la empalizada, volcando vertiginosamente, despidiendo el cuerpo de Miguel. Quería hacer retroceder el tiempo hasta el preciso momento en que en aquella reunión en su casa, donde  Miguel me decía “cuando vuelvo a beber ya no se hace de noche” y decirle-- no Miguel es un riesgo estúpido, basta, basta…--pero no, siguió bebiendo y cantaba impostando la voz y haciendo muecas a Sofía que estaba recostada en un sofá cercano a la ventana “confieso que me decían tus besos una canción mejor que esta”. De repente  se alejó de Sofía e impulsado posiblemente por el alcohol por fin se arrojó en su sillón y con la mirada perdida en quien sabe qué desquiciadas ideas,  trabó la puerta. Ahora estaba él, de pie frente a la página en blanco que se destacaba sobre su mesa de arquitecto. La escena varió en su detalle. --El  próximo relato incluiría un apéndice sobre la versión actualizada de la fábula del escorpión y la tortuga--, nos decía con voz discontinua por las lentitudes en pronunciar las palabras, que salían de su boca trabadas por el  alcohol y reía a carcajadas, pero que ocultaban el profundo dolor que la pérdida de Amalia había estampado  en su ánimo, ahora quebrantado  y que yo percibía, en su perturbado rostro. Quise detenerlo cuando intentó salir de la habitación, pero pronunciando un sordo gruñido siguió el camino que lo llevó al auto y sin dilación lo puso en movimiento sin que yo pudiera impedirlo. Luego el choque, el ver agitar por el aire como a un pelele el cuerpo de Miguel,  rodando sin cesar por la calle desierta. Después la sirena de la ambulancia, los gritos excitados de los médicos tratando de trasladarlo y yo corriendo detrás de la ambulancia hacia el hospital. Luego la terapia intensiva y los escasos diálogos en las horas prefijadas, me dieron indicios  de las motivaciones que Miguel habría tenido para hacer lo que hizo. –Estoy en una encrucijada y la vida se me ha tornado un gran sin sentido—me dijo, con un fino tono de voz interrumpido por un disimulado llanto. ¡Y no pregunté más! Sospeché que el mentado accidente no había sido nada más que un fallido intento de suicidio y que correspondía a un íntimo  secreto oculto de la historia de Miguel, que yo relacioné con  ese escorpión del que simbólicamente habló  Miguel y que en ocasiones  aguijonea a nuestras vidas,  cuando la angustia que produce la ofuscación  de la nada invade a la existencia y la desesperación nos grita desde sus entrañas. ¡Basta ya, no resisto más! ¿Los motivos?  Tal vez la pérdida de Amalia haya sido el suceso principal, pero también otras circunstancias  que lo estremecían pero que jamás las  reveló.  
Seguí frecuentando a Miguel que continuó su vida con un estado de ánimo fronterizo con la melancolía.  Íntimamente me dije ¿hacer un relato sobre esto? Y me respondí. ¡No, nada de relatos, nunca más! Cada cual tiene el derecho a reservarse para sí los motivos de sus decisiones cruciales. Pero tengo que confesar que tengo la sensación de haber sido indiscreto  y que escudándome en un momento de debilidad vulneré el mutismo que me había impuesto.

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