sábado, 22 de diciembre de 2012

MARITA VERÓN (en la mirada)


Por Telésforo
telesforoagarre@gmail.com
En la crisis de 2001 yo tenía 11 años y vivíamos en Córdoba con mi mamá, mi papá y mi hermano mayor. Teníamos un almacén y todo se fue al diablo porque no había plata para reponer la mercadería. Un día, Luciano, mi hermano, se fue y los viejos empezaron a pelear echándose la culpa. Cerraron el negocio. Yo me ponía el delantal para ir a la escuela, pero me rateaba; ahí me fumé el primer porro. Me quedaba boludeando por la calle porque no quería volver a lo de mi abuela donde estaba mi mamá, más loca que yo. Me hice de un grupo de chicos más grandes que estudiaban a la noche y de día iban al parque Sarmiento. 

En ese momento estaba contenta porque creía que tenía amigos nuevos que me compraban una coca y un pancho. Llegaba retarde a lo de la abuela que miraba televisión refuerte porque era sorda y mi vieja dormía. Un día la maestra me fue a buscar y le contó a mi mamá. Me dio una flor de paliza y esa misma noche me fui de casa. 

No sabía a dónde ir pero me acordé de un chico que trabajaba lavando copas en un bar y me fui a buscarlo. Me dio de tomar un ferné-cola mientras lo esperaba detrás de la bacha y le hacía sexo oral a cambio. ¿Si me daba cuenta en qué me metía? Ni ahí. Él alquilaba una pieza en las afueras de Córdoba y me llevó. 

Fumábamos porros, le lavaba la ropa y lo hacíamos todas las noches cuando él salía del bar. Un día me acordé que era mi cumpleaños; yo hacía las cosas de la pieza, casi no comía y me tiraba a ver tele, a fumar y tomar. Me acuerdo que estaba dormida y el flaco abrió la puerta y me gritó “Feliz cumpleaños, putita! ¡Mirá el regalo que te traje!”. Con él había dos hombres viejos -bueno, para mí, que tenía 12 años- y uno de ellos me dijo que juntara mis cosas porque salíamos de viaje. Lloré y luché para que no me llevaran, pero el flaco ni me defendió de la bofetada que me dio uno de ellos. Cuando me desperté estaba toda desnuda, tirada sobre un catre.
(Ximena es muy delgada, tiene la piel oscura y los ojos verdes: sobre el párpado derecho muestra una cicatriz, un cordón de piel engrosada que le achica ese ojo. El pelo castaño -poco y lacio- tiene vetas de color.)
Drogada me deben haber llevado a Santa Fe y ahí me presentaron a otras chicas, más grandes que yo. Compartía la habitación de una casa vieja pero limpia con otras dos mujeres que me explicaron cómo era el negocio. 'Vos hacés lo que el cliente pagó como servicio y nada más. A cambio, por el momento, vas a tener casa, comida y ropa limpia. Como no tenés adonde caerte muerta te conviene, piba', me dijeron. Estaba aterrada y sorprendida. Miraba a las otras que volvían muertas de risa y hablaban sobre tal o cual chabón y la propina que habían sacado en una noche. 

Me llegó el turno. Fueron varias veces la primera semana, pero pude partirme en dos, porque había oído la técnica: tener sexo, actuar como que estás caliente y pensar en otra cosa para mantenerte vos misma. Un domingo me dijeron que había asado en el patio, que bajara a almorzar. Yo siempre comía sola en una cocinita de la terraza. Mientras comíamos, conté como 20 mujeres y dos nenes, los hijos de algunas. Salvo Meneca -una de las que dormía en la misma pieza que yo- a mí nadie me daba bola. Ella era como mi maestra: 'Nena, con vos el trompa se juega una carta brava porque sos menor -me decía- por eso no te dejan hacer la calle'. Había días que se me daba por pensar en mi mamá y otras veces en mi hermano. Lo que más me dolía era que nadie me buscara. Sentía que me habían dado por muerta. Veía por la tele a la madre de Marita Verón ¿y a mí? Nada. Nadie me buscaba. Por eso nunca intenté comunicarme con nadie. Lo que me ponía de la nuca era que no me dejaban salir a la calle; pero me traían ropa linda, maquillaje y películas en DVD. Y eso me distraía.”

Una mañana nos despertamos con unos gritos tremendos y me enteré que una de las grandes estaba pariendo. Ahí me cayó la ficha y por primera vez sentí que todas éramos esclavas, esclavizando a las criaturas que nacían. Aunque Meneca insistía en que éramos trabajadoras sexuales, mis 15 años recién cumplidos se rebelaban contra el encierro. ‘Aguantá nena que éste es el paraíso. En la yeca te caza la yuta y te pescás cualquier porquería. Hay que cuidarse la salud’, me aconsejaba. Yo no me sentía feliz prostituyéndome. Había juntado un dinero y mi sueño era escaparme, viajar a Buenos Aires y buscar a mi hermano. 

Como me había ganado la confianza de casi todos, a veces los dueños del prostíbulo me mandaban a comprar cigarrillos o a jugarles un número a la quiniela. Me transformé en la chica de los mandados. Me miraban y se reían: ‘¡Con ese culo chato no sé cómo todavía pagan por vos, Córdoba!’. Porque así me llamaban, Córdoba. La verdad, tenían razón. Con Meneca éramos muy amigas y una tarde mientras tomábamos unos mates y nos depilábamos le confesé que a los 18 me rajaba. Alguien me escuchó y al otro día me pegaron con un cinto mientras me duchaba. Me reventaron la ceja y me dejaron marcas por todo el cuerpo. Ahí me aterré y me di cuenta de que estaba en el infierno, otra que en el paraíso. Me cosieron ahí, me curaron y me cambiaron a otra pieza.

Cada vez que iba a la casa de quiniela hablaba con la dueña, que sabía todo lo que pasaba. Como no fui durante bastante tiempo, un día vino a verme con una excusa, pero no la dejaron entrar. Me amenazaron ‘cerrá la boca, si te vas sos boleta’. Cuando me mejoré me pasaron a un cliente nuevo, un chico de unos 20 años. Era el hijo de Laura, la quinielera. Mi primer amigo, mi confidente. A él y a Laura les fui dando la plata que ganaba para que me la guardaran. 

Me escapé sin saber que en Buenos Aires me esperaba el horror. Mi hermano estaba preso, mi mamá y mi abuela habían muerto y de mi viejo cero data. Me instalé en una pensión del barrio de Once y me largué sola a hacer la calle. ¡La de trompadas que me ligué! Porque las paradas de las esquinas tenían dueñas. Yo no sabía. Me sentía terriblemente sola, fea y sucia. Yo no había terminado la primaria.  

Entonces se me ocurrió dar séptimo libre y anotarme en una escuela de peluquerías. Fue una idea inconsciente, no sé. O desesperada. Pero eso cambió todo. Ahora acabo de cumplir 23 y estoy en pareja con un hombre de 42. El entiende mi pasado, lo acepta, pero le duele. ‘Disculpame, sé que no soy una princesa’, le digo a veces, en broma. Hace ocho meses que dejé la calle y trato de no mirar para atrás; trabajo en una panadería, pero cada vez que puedo me ofrezco como peluquera. Quiero tener un hijo y empezar una vida diferente. Aunque soy fría y fuerte no sé si podré olvidar todo lo que pasé.

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