Por Telésforo
telesforoagarre@gmail.com
En la crisis de 2001 yo tenía 11 años y vivíamos
en Córdoba con mi mamá, mi papá y mi hermano mayor. Teníamos un almacén y todo
se fue al diablo porque no había plata para reponer la mercadería. Un día,
Luciano, mi hermano, se fue y los viejos empezaron a pelear echándose la culpa. Cerraron el
negocio. Yo me ponía el delantal para ir a la escuela, pero me rateaba; ahí me
fumé el primer porro. Me quedaba boludeando por la calle porque no quería
volver a lo de mi abuela donde estaba mi mamá, más loca que yo. Me hice de un
grupo de chicos más grandes que estudiaban a la noche y de día iban al parque
Sarmiento.
En ese momento estaba contenta porque creía que tenía amigos nuevos
que me compraban una coca y un pancho. Llegaba retarde a lo de la abuela que
miraba televisión refuerte porque era sorda y mi vieja dormía. Un día la
maestra me fue a buscar y le contó a mi mamá. Me dio una flor de paliza y esa
misma noche me fui de casa.
No sabía a dónde ir pero me acordé de un chico que
trabajaba lavando copas en un bar y me fui a buscarlo. Me dio de tomar un
ferné-cola mientras lo esperaba detrás de la bacha y le hacía sexo oral a
cambio. ¿Si me daba cuenta en qué me metía? Ni ahí. Él alquilaba una pieza en
las afueras de Córdoba y me llevó.
Fumábamos porros, le lavaba la ropa y lo
hacíamos todas las noches cuando él salía del bar. Un día me acordé que era mi
cumpleaños; yo hacía las cosas de la pieza, casi no comía y me tiraba a ver
tele, a fumar y tomar. Me acuerdo que estaba dormida y el flaco abrió la puerta
y me gritó “Feliz cumpleaños, putita! ¡Mirá el regalo que te traje!”. Con él
había dos hombres viejos -bueno, para mí, que tenía 12 años- y uno de ellos me
dijo que juntara mis cosas porque salíamos de viaje. Lloré y luché para que no
me llevaran, pero el flaco ni me defendió de la bofetada que me dio uno de
ellos. Cuando me desperté estaba toda desnuda, tirada sobre un catre.
(Ximena es muy delgada, tiene la piel oscura y
los ojos verdes: sobre el párpado derecho muestra una cicatriz, un cordón de
piel engrosada que le achica ese ojo. El pelo castaño -poco y lacio- tiene
vetas de color.)
Drogada me deben haber llevado a Santa Fe y ahí
me presentaron a otras chicas, más grandes que yo. Compartía la habitación de
una casa vieja pero limpia con otras dos mujeres que me explicaron cómo era el
negocio. 'Vos hacés lo que el cliente pagó como servicio y nada más. A cambio,
por el momento, vas a tener casa, comida y ropa limpia. Como no tenés adonde
caerte muerta te conviene, piba', me dijeron. Estaba aterrada y sorprendida.
Miraba a las otras que volvían muertas de risa y hablaban sobre tal o cual
chabón y la propina que habían sacado en una noche.
Me llegó el turno. Fueron
varias veces la primera semana, pero pude partirme en dos, porque había oído la
técnica: tener sexo, actuar como que estás caliente y pensar en otra cosa para
mantenerte vos misma. Un domingo me dijeron que había asado en el patio, que
bajara a almorzar. Yo siempre comía sola en una cocinita de la terraza. Mientras
comíamos, conté como 20 mujeres y dos nenes, los hijos de algunas. Salvo Meneca
-una de las que dormía en la misma pieza que yo- a mí nadie me daba bola. Ella
era como mi maestra: 'Nena, con vos el trompa se juega una carta brava porque
sos menor -me decía- por eso no te dejan hacer la calle'. Había días
que se me daba por pensar en mi mamá y otras veces en mi hermano. Lo que más me
dolía era que nadie me buscara. Sentía que me habían dado por muerta. Veía por
la tele a la madre de Marita Verón ¿y a mí? Nada. Nadie me buscaba. Por eso
nunca intenté comunicarme con nadie. Lo que me ponía de la nuca era que no me
dejaban salir a la calle; pero me traían ropa linda, maquillaje y películas en
DVD. Y eso me distraía.”
Una mañana nos despertamos con unos gritos
tremendos y me enteré que una de las grandes estaba pariendo. Ahí me cayó la
ficha y por primera vez sentí que todas éramos esclavas, esclavizando a las
criaturas que nacían. Aunque Meneca insistía en que éramos trabajadoras
sexuales, mis 15 años recién cumplidos se rebelaban contra el encierro.
‘Aguantá nena que éste es el paraíso. En la yeca te caza la yuta y te pescás
cualquier porquería. Hay que cuidarse la salud’, me aconsejaba. Yo no me sentía
feliz prostituyéndome. Había juntado un dinero y mi sueño era escaparme, viajar
a Buenos Aires y buscar a mi hermano.
Como me había ganado la confianza de casi
todos, a veces los dueños del prostíbulo me mandaban a comprar cigarrillos o a
jugarles un número a la
quiniela. Me transformé en la chica de los mandados. Me
miraban y se reían: ‘¡Con ese culo chato no sé cómo todavía pagan por vos,
Córdoba!’. Porque así me llamaban, Córdoba. La verdad, tenían razón. Con Meneca
éramos muy amigas y una tarde mientras tomábamos unos mates y nos depilábamos
le confesé que a los 18 me rajaba. Alguien me escuchó y al otro día me pegaron
con un cinto mientras me duchaba. Me reventaron la ceja y me dejaron marcas por
todo el cuerpo. Ahí me aterré y me di cuenta de que estaba en el infierno, otra
que en el paraíso. Me cosieron ahí, me curaron y me cambiaron a otra pieza.
Cada vez que iba a la casa de quiniela hablaba
con la dueña, que sabía todo lo que pasaba. Como no fui durante bastante
tiempo, un día vino a verme con una excusa, pero no la dejaron entrar. Me
amenazaron ‘cerrá la boca, si te vas sos boleta’. Cuando me mejoré me pasaron a
un cliente nuevo, un chico de unos 20 años. Era el hijo de Laura, la quinielera. Mi
primer amigo, mi confidente. A él y a Laura les fui dando la plata que ganaba
para que me la guardaran.
Me escapé sin saber que en Buenos Aires me esperaba el
horror. Mi hermano estaba preso, mi mamá y mi abuela habían muerto y de mi
viejo cero data. Me instalé en una pensión del barrio de Once y me largué sola
a hacer la calle. ¡La de trompadas que me ligué! Porque las paradas de las
esquinas tenían dueñas. Yo no sabía. Me sentía terriblemente sola, fea y sucia.
Yo no había terminado la
primaria.
Entonces se me ocurrió dar séptimo libre y anotarme
en una escuela de peluquerías. Fue una idea inconsciente, no sé. O desesperada.
Pero eso cambió todo. Ahora acabo de cumplir 23 y estoy en pareja con un hombre
de 42. El entiende mi pasado, lo acepta, pero le duele. ‘Disculpame, sé que no
soy una princesa’, le digo a veces, en broma. Hace ocho meses que dejé la calle
y trato de no mirar para atrás; trabajo en una panadería, pero cada vez que
puedo me ofrezco como peluquera. Quiero tener un hijo y empezar una vida
diferente. Aunque soy fría y fuerte no sé si podré olvidar todo lo que pasé.
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