A fines del siglo VII comenzó a celebrarse en
Oriente la fiesta de la Concepción de María, que se extendió luego, a través de
la Italia meridional, a Inglaterra, Francia y otros países occidentales.
Entonces, la antigua creencia en la santidad original de la Madre de Dios se
planteó como problema teológico, con las discusiones correspondientes. Se fue explicitando
así lo que se contenía de un modo implícito en la fe eclesial y en las
afirmaciones de los Santos Padres. Como en otros casos, la celebración
litúrgica, la fiesta cristiana y la devoción del pueblo fiel, determinaron el
desarrollo doctrinal y precedieron a la definición dogmática. Se cumplió el
principio según el cual la regla de la oración, es decir, el modo como la
Iglesia expresa su fe en el culto litúrgico, determina lo que se debe creer, es
una fuente principal de la formulación de las verdades cristianas por el
magisterio de papas y concilios. Desde principios del siglo XVIII aquella
fiesta se celebra en toda la Iglesia, y en 1854 el beato Pío IX, siguiendo la
huella de sus predecesores y después de consultar al episcopado universal, proclamó
solemnemente que la
Inmaculada Concepción de María es una verdad revelada por
Dios que todos los católicos debemos creer.
Pero ¿qué significa exactamente Inmaculada
Concepción de María? Esta doctrina no se refiere al modo como María concibió a
su Hijo -a saber, virginalmente- sino a la situación original de ella misma;
afirma que desde el primer instante de su existencia personal ella fue la
“llena de gracia”, preservada del contagio del pecado y de las confusiones y
estragos que son su ineluctable consecuencia. El saludo tradicional, español y
criollo, lo dice sencillamente: “Ave María purísima - sin pecado concebida”.
Algunos Padres de la Iglesia la reconocían hecha de barro puro e inmaculado,
señalada a la vez como hija de Adán y distinta de todos, dotada con el don de
la primera creación de parte de Dios. Si queremos hablar con propiedad, no se
trata de la primera sino de la nueva creación; la primera creación quedó atrás
para siempre, como lo manifiesta plásticamente la imagen del paraíso clausurado.
En María se
anticipa, como don gratuito del amor de Dios, la nueva humanidad creada por la
redención de Cristo, que es superación del pecado. Todo en ella es gracia,
regalo absoluto; fue colmada por un acto de elección divina antes de poder
hacer ella un acto meritorio. Es una realidad ontológica, del orden del ser,
previa a la virtud moral; conviene subrayar que la calificación de “purísima” o
de “inmaculada”, no proclama en primer lugar la virginidad perpetua de la Madre
de Dios, sino el fruto acabado de la redención obrada por Cristo, una madurez
de la existencia que no depende de la experiencia del mal sino que se
identifica con la total inocencia, una realización plena que cabe,
milagrosamente, en la más perfecta sencillez.
El privilegio de la Inmaculada no la aleja de
nosotros, más bien a nosotros nos acerca a ella; es un signo esperanzador que
nos invita a tender hacia nuestro fin desde la fuente de nuestro origen
bautismal, desde nuestra condición cristiana. Representa una imagen de lo que
podemos llegar a ser, no en virtud de una presunta bondad natural, como la que
postulaba el optimismo naturalista de Rousseau, sino por la gracia de la
redención que libera del pecado, del original que es un hábito de la naturaleza
caída, y de los personales en los que se emperra nuestra alma llena de
pasiones, nuestra libertad desordenada. En un escrito breve y extraño del Nuevo
Testamento, la Carta de San Judas, se dice que Dios nuestro Salvador puede
preservarnos de toda caída y hacernos comparecer sin mancha y con alegría en la
presencia de su gloria. Esa esperanza nuestra se alza en el estandarte de la
Inmaculada.
UN ATENTADO
El recuerdo de esta fiesta del 8 de diciembre,
tan entrañable para los católicos, me brinda la oportunidad de publicar mi
repudio al atentado que se perpetró en el Teatro Argentino durante la
representación de “Pepita Jiménez”, la ópera de Isaac Albéniz. Con toda razón
lo llamo atentado, porque fue una agresión, una ofensa contra la religión
católica y expresamente contra la Virgen María. Una crónica complaciente admitiría
a lo sumo que la puesta en escena incluyó momentos fuertes, audaces,
provocativos. Digamos claramente que se trató de un hecho abusivo, no
autorizado por la novela de Juan Valera ni por la versión musical de Albéniz,
debido únicamente al resentimiento anticatólico del director de escena. Para
conocimiento del lector que no fue atraído por ese título menor del repertorio
lírico, explico que, entre otras felonías, se exhibió durante casi veinte
minutos a una mujer desnuda que representaba a la Virgen María. Alguien
pensará que no se debe cohibir la libre expresión artística, o que estoy
propiciando aplicar alguna forma de censura. Me pregunto qué hubiera sucedido,
por ejemplo, si la obra representada hubiera incluido una burla o injuria
contra la fe judía o alguno de sus signos religiosos más caros. Se me ocurre
que, en rigor, nadie se hubiera atrevido a tanto, y que en todo caso la
comunidad judía habría protestado airadamente con justa causa, y yo la habría
acompañado en la
protesta. Quizá habría actuado de oficio la sucursal
bonaerense del INADI. Pero en la Argentina de hoy sólo está permitido
discriminar a los católicos y se puede blasfemar impunemente. Las autoridades
responsables del desafuero le deben una disculpa a la Iglesia Católica,
y con ella el compromiso de que no volverá a ocurrir algo semejante. Está en
juego el derecho que nos asiste de no ver insultada nuestra fe, y mucho menos
-si cabe- por una institución oficial de la provincia. Que
conste públicamente mi queja. Por el honor de la Inmaculada.
[Por Telésforo
La racionalidad es una herramienta eficaz de
ordenamiento de lo “construído” por el hombre.
Los americanos (y los europeos de mirada
atlántica) le han dado centralidad a la racionalidad; medularmente, a la
racionalidad económica.
La racionalidad argumenta, fundamenta,
cuestiona, critica, repudia el dogma y “lo dado”. Nada es así; todo debe demostrarse, fundamentarse, cuestionarse. Toda
afirmación es provisoria; para un aquí
y ahora.
La racionalidad científica ha demostrado una
contundencia y eficacia temibles.
Pero la racionalidad no es la única manera que
tiene el hombre de acercarse a una “positividad”. El amor, la poesía o la fe
son algunos de esos fenómenos que no se fundamentan en la razón, si bien suelen
utilizar herramientas del arsenal de la razón (principalmente, el lenguaje)
para manifestarse.
Por lo tanto, sería improcedente (de absoluta
improcedencia) preguntarle al texto de don Héctor Aguer qué significan los
sintagmas “la situación original”, “contagio del pecado”, “barro puro e
inmaculado”, “don de la primera creación”, “acto de elección divina”, “total
inocencia”, “perfecta sencillez” y así, la lista sería agotadora.
Don Héctor habla desde la fe y no se puede
pedirle a la fe, al amor, a la poesía fundamentación, argumentación o espíritu
crítico. Tenemos fe o no tenemos fe. Amamos o no amamos. Nos gusta o no nos
gusta. Así de simple; así de sencillo; ¡así de hermoso!
Lo que sí me parece raro es cómo se escandaliza
(¿asquito?) por la aparición de “una
mujer desnuda”. Pienso que “una mujer desnuda” podría incentivar la fe en
monseñor Aguer, la fascinante fe ¡en la vida!
Pero claro, lector, Monseñor Héctor Aguer no
emergió a este devenir (como usted y yo) de los genitales de una mujer; don
Aguer no tuvo una madre con sexo (y quizá algún orgasmo) y un padre con
erecciones del pene.
Monseñor Aguer nació de un repollo por eso él jamás
entenderá lo que dijo el viejo Trota, en una capilla de los Altos de San
Lorenzo: “Bienaventurado sea el sexo
porque gracias al sexo hay vida”.]
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