Por Marisol
Ambrosetti
Silvia Bonicatto (62) es alta y
delgada; usa jean y tiene un andar juvenil; el cabello rubio y la piel dorada.
Aventurarse (y apurarse) es su lema:
terminó el secundario con sólo 15 años; se puso de novia a los 13 y se casó a
los 19.
Tuvo tres hijos y mientras los crió
se recibió de veterinaria, de bacterióloga y, por último, de médica
especializada en cáncer.
A los 24, ya había hecho las tres
carreras. “Mi papá me tuvo a los 43, mi mamá a los 41, él le
daba bola a mi hermano mayor; ella, al menor. A veces, creo que todo lo que
hice fue para llamarles la atención”.
Su acierto, dice, fue nunca ponerse
objetivos. “Se me presentaba una
oportunidad y la tomaba, punto”.
Al año de casada, se recibió de
piloto privado. Hizo las cuarenta horas de vuelo para obtener el título. Voló a
Merlo y a Bahía Blanca. “Al avión lo
sentís o no lo sentís yo lo sentí enseguida como una prolongación”.
Esa forma de llevarse el mundo por
delante la aleja del prototipo de mujer nacida a mediados del siglo XX y
entregada hasta el hartazgo a los quehaceres domésticos. Tal vez por eso, se
lleva mejor con los varones “desde chica”.
Su personalidad combina perfecto con
ellos. Con dos matrimonios en su haber, el único amor de su vida es Martín, su
primer nieto. Un amor a la distancia porque vive en España.
“Tengo
conductas adictivas”, comenta Silvia. Cuando salió campeona platense en el
torneo de tenis que organizaban los médicos de la ciudad fumaba sin parar,
entre un game y el otro. Pero esa adicción es parte del pasado. Ahora dejó el
cielo, y los courts, y se hizo adicta a la montaña.
La primera trepada fue hace 14 años,
en el cruce de los Andes por Paso de Portillo. Una semana a pie por el camino
del Libertador. Fue un flechazo: “Me
enamoré de la montaña”. A partir de entonces, hizo 15 excursiones como
montañista. “Me convertí en una conquistadora
de lo inútil, como dice Lionel Terray”, en referencia al título del libro
donde ese alpinista eximio cuenta sus vertiginosas aventuras cuesta arriba.
Silvia escaló el volcán Cotopaxi, en
Ecuador. El guía se perdió y tuvieron que pasar dos horas de la madrugada
caminando en círculo para no morir congelados.
Para ascender al Mont Blanc, en
Francia, iniciaron la expedición a la una de la madrugada y conquistaron la
cumbre a la una de la
tarde. Eran un grupo de tres personas unidas por una soga,
alineadas en fila india por las cornisas. Cuando bajó, se enteró: el grupo que
había subido unas horas antes que ella había muerto: uno pisó en falso, cayó al
vacío y con su peso arrastró a los otros dos.
Silvia comprendió por qué al Mont
Blanc lo llaman el monte maldito.
En el Monte Sinaí, ella fue la única
mujer de la excursión; justo ahí donde Dios (sí, Dios) le dio las tablas a
Moisés y dividió en 10 puntos el bien del mal.
En la foto, se la ve resuelta; mira
a cámara con su cabello rubio más corto que nunca y despeinado por el viento.
Tres hombres la rodean sin tanto encanto: están envueltos en frazadas,
encogidos y amoratados por el frío.
Escaló el Everest: 6000 metros de altura
en 12 días; el Kilimanjaro, 5800
metros en cinco días. Es curioso que todas las veces le
haya pasado lo mismo: “Cuando faltan 10
horas para hacer cumbre me pregunto: qué hago acá. Las respuestas llegan en la
cumbre; me emociono tanto que no paro de llorar”.
En los ratos de ocio, Silvia Bonicatto teje al crochet una manta en el living de su casa.
[Material intervenido, recuperado del diario EL DÍA de la ciudad de La Plata, Buenos Aires, Argentina. 14.06.14]
[Material intervenido, recuperado del diario EL DÍA de la ciudad de La Plata, Buenos Aires, Argentina. 14.06.14]
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