Por Roque Domingo Graciano
(marlasbrusquitas@gmail.com)
Hablé con él tres veces en mi vida y, en otra oportunidad, lo vi de
lejos. Su imagen está ligada a mi tío Roberto quien, en mi niñez, me llevaba a
los espectáculos deportivos en la ciudad de Buenos Aires.
La primera vez que vi a “El Chuenga” fue en la cancha de Huracán en los
primeros años de la década del 50 (siglo 20). Era una tarde fría y el humo de
“la quema” impedía ver el partido con claridad. En ese marco casi
fantasmagórico, en la tribuna despoblada, emergió un flaco desgarbado que vendía
caramelos masticables a los que le llamaban “chuenga”.
Mi tío Roberto estiró la mano con un billete chico y El Chuenga nos
entregó dos puñados del caramelos. Hábil comerciante, me sonrió y antes de
retirarse me regaló otros tres caramelos. “La
yapa”, dijo. Ya, a mediados del siglo 20, seguramente, sin haber hecho
ningún curso universitario, sabía cómo “fidelizar” clientes.
El partido más que verlo se sospechaba. Me quedé mirando la vestimenta
de “El Chuenga” (que trepaba la tribuna de cemento) y me sorprendía sus colores
agresivos, payasescos, no habituales.
Los varones de esos años nos vestíamos con ropas oscuras y camisas
blancas, a veces, celestes.
La segunda vez que le compré caramelos “chuenga” fue en el club
Ferrocarril Oeste. Esa noche habíamos ido con el tío Roberto a ver carreras de
karting.
Bajé los tablones y esperé que atendiera 4 ó 5 clientes y le alcancé el
dinero. En esta ocasión, me entregó los caramelos en una pequeña bolsa de papel
madera. No se olvidó de la yapa.
Mi tío me contó que los caramelos “chuenga” eran fabricados por él y su
esposa con una fórmula traída de Italia, de allí había venido la familia de la
esposa de “El Chuenga”.
La tercera y última vez que le compré caramelos a “El Chuenga” fue en la
vereda del Luna Park. Estaba allí con su bolsa de lona llena de caramelos
envueltos en papel. Charlaba con el diariero y, de vez en cuando, voceaba su
producto alargando la última vocal: “¡chuengaaaa!”.
Esa noche, Cirilo Gil peleó contra Adalberto Ochoa.
En un descanso entre peleas, el tío Roberto me contó que alrededor de
“El Chuenga” se tejían múltiples leyendas. Se decía que tenía mucha “guita”
pero no era así. El tío lo conocía desde que era un vendedor ambulante que
después, gracias a su mujer, pasó a vender su propio producto.
La última vez que lo vi a “El Chuenga” fue en calle Rivadavia, cerca de
Nazca. Yo iba en el tranvía y “El Chuenga” caminaba por Rivadavia. Lo reconocí
inmediatamente por su vestimenta multicolor y su bolsa colgada de su brazo
izquierdo. En ese momento, descubrí que era rengo y pelado.
Años después, me sorprendió verlo en algunas tiras cómicas, como
personaje secundario, al fondo, vendiendo y voceando su producto.
Después, la vida nos siguió sacudiendo con alegrías,
tristezas y mucho trabajo (por suerte). En el año 2012, leí que la Legislatura
de la ciudad de Buenos Aires homenajeó a “Francisco José Pastor “Chuenga”, tierno y
dulce personaje porteño. 23/8/15- 3/12/84.”
Hoy,
al cumplirse 30 años del fallecimiento del tío Roberto, recordé aquellas
fascinantes “salidas” en la ciudad que me embriagaba y, también, recordé a “El
Chuenga” quizá porque el tío también era un “tierno y dulce” educador que me
enseñó gambetas y golpes en tardes de medio campo y noches de cuadrilátero y cuerdas
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