lunes, 9 de noviembre de 2009

DÍAS DE HOTEL



Anónimo


La conserje ingresó al amplio, confortable y vidriado vestíbulo del hotel y con gestos mecánicos fue ordenando revistas, alfombras y muebles que encontraba a su paso.

Su cuerpo joven y su pelo recién lavado invadieron la totalidad del alfombrado ambiente.

Antes de que llegara al mostrador sonó el timbre de la central telefónica.

- "Bueno, ya se lo envío", contestó mientras guardaba su mochila en un placard.

Cuando se quitaba la campera de gamuza, sonó nuevamente el teléfono. Escuchó con atención y dijo:

- "¿Puede ser la 24?; sí, como no" y se ajustó el cierre de su vaquero.

Leyó en el libro de registros: “Reserva: habitación 62. Nombre: Claudio García”.

Acomodó algunos sillones del palier; protestó en voz alta por los ceniceros sucios: “el del otro turno se vive borrando” y encendió el televisor en un canal de noticias.

A las tres horas, traspasó la puerta del hotel una mujer de unos 40 años, gorda, pelo rojizo y de presencia altanera; unos pasos atrás un hombre de unos 30 años, flaco, con largos pelos que escondían su rostro.

La mujer se acercó al mostrador y le dijo a Daniela, la conserje:

- "La reserva a nombre de Claudio García."

- “¿Es para un...?”

- “…habitación para dos”, afirmó con tono inequívoco la recién llegada.

- “Bueno, entonces la 33. ¿Cuántos días se quedarán?”

- “No sabemos aún.”

Daniela los acompañó hasta la habitación.

A la noche, la mujer bajó sola; se puso a mirar televisión y le hizo a la conserje algunas preguntas triviales acerca del tiempo y lugares para conocer en la ciudad.

Daniela contestó escuetamente; no había amabilidad en el diálogo, tampoco hostilidad.

Al día siguiente, Daniela observó en la planilla los pedidos de la habitación 33: comida y alguna bebida.

Por la noche, se repitió la secuencia, sólo la mujer bajó.

Estaba con cara de pocos amigos pero hacia la conserje se dirigió con cierta cordialidad y la invitó a tomar una cerveza con ella.

Cuando Daniela se sentó, le dijo:

- "No me coge."

Sorprendidísima, la joven respondió:

- "…bueno." La rubia insistió:

- “¡Es que no me coge!”

El timbre del teléfono le permitió a Daniela salir de la situación y volver al mostrador.

La cuarentona terminó la cerveza y se fue a su habitación.


A la tercera noche, se volvió a repetir el ritual: la rubia bajó sola; él nunca había bajado pero ahora, entre la conserje y la pasajera se había establecido un corriente de simpatía. Cuando Daniela pasó al lado del mullido sillón que ocupaba la huésped en el generoso vestíbulo, (sin poder contener su curiosidad) con la barbilla le hizo un gesto de interrogación.

- “No me coge”, volvió a repetir como una letanía.

- “¿…lo estimulaste?”, preguntó con rubor la conserje.

- “Sí; pero no me coge.”

No tenía otras palabras.

Al cuarto día, finalmente, bajó de la habitación.

Llegó un auto negro imponente, lujoso, con un moño en el techo. Ella vestida de novia; él (quien miró tímidamente a Daniela) de frac; ambos subieron al auto.


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