Mi amigo Mauricio me contó una leyenda menor. Un Emperador (Rey de reyes) deseaba obtener el “árbol de la felicidad”, que según sus doctos asesores existía en algún lugar del planeta. Para poseerlo, el Emperador envió alrededor de la tierra, durante décadas, a sus mejores oficiales. Año tras año, los enviados volvían con una respuesta negativa lo que era castigado con la horca. No recuerdo bien si el relato se instalaba en el Medio Oriente, en el Lejano Oriente o en la América pre-colombina.
Lo cierto es que, después de más de 50 años, el Emperador descubre que “el árbol de la felicidad”era aquel que lo cobijaba en un rincón de su parque, cuando él dormía la siesta en las tardes de verano.
La moraleja es ostensible.
Años después, cuando escuchábamos unos tangos cantados por Luis Cardei (y a raíz de un relato donde una niña pobre lloraba, deseando un juguete), mi vecino Tati (rosarino, guitarrero y cantor) me contó una nueva versión de aquella leyenda. En la versión de Tati, se trataba de un niño pobre, indefenso y maltratado que era utilizado por unos payasos para entretener a la audiencia, los clientes. Este niño deseaba los juguetes que tenían los niños ricos a quienes él divertía. Sufría mucho por esta carencia hasta que descubrió que el mejor juguete que Dios le podía dar estaba debajo de su ombligo.
Lo raro es que Tati atribuyó esa versión a William Shakespeare. Yo tengo las obras completas de Shakespeare editadas por Aguilar en papel biblia y he leído gran parte de la obra y no encontré ese relato pero ya sabemos: los rosarinos son embusteros y taimados.
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