Por CASIANA MARTINA
Marisela se levantó, y caminó sin ruidos. Trató de no pisar a su hermano que dormía en un colchón sobre la tierra seca, o a la Chula, su sobrina, unos años mayor, que ahora vivía con ellos. La Chula era hija de su hermana y como el Juancho las había dejado, esa hermana había tenido que irse a trabajar al Sur.
Marisela se puso una campera sobre la remera con la que dormía y salió. El aire era helado y le mordía la cintura. Se decidió a mirar la hora en el celular de su hermano: eran las tres de la mañana. No había nadie en la calle. Suspiró, bajó media cuadra, cruzó y estuvo frente a la escuela. El perro del casero le movió la cola. Las habitaciones estaban quietas, tan vacías. Entonces dio vuelta a la esquina, levantó una piedra de la calle en construcción, se acercó hacia la ventana del vicedirector y mientras se sonreía y se mordía el labio inferior al mismo tiempo, arrojó la piedra con todas sus fuerzas y empezó a correr. Escuchó, el ruido a vidrios rotos y el ladrido del perro. Cruzó apresurada y sin un ruido se metió en su casa. Detrás de la puerta, se sentó en el piso, mientras se acurrucaba y se mordía los dedos. Escuchó las puteadas del casero, e imaginó sus patadas en el piso y otros ademanes furiosos, mientras su padre se revolvía de nervios entre las sábanas.
Al día siguiente, antes de izar la bandera, antes que las maestras hablaran de lo que debía recordarse ese día, el vicedirector levantó el micrófono para gritar acerca del vandalismo impune. Marisela no sabía que era “vandalismo” y mucho menos “impune” pero le encantaba verlo a vicedirector enojado. Era bajito y calvo, por eso cuando se enojaba movía mucho las manos, para parecer mas grande. Su hermano se lo había dicho: cuando se enoja el vice es un mono relojero. Eso la hacía reir mucho y lo imitaba en pleno patio, sus compañeras se reían y copiaban su burla por lo que terminaba acorralada entre las amenazadas de la celadora o la seño, y los mismísimos retos del vice que casi abalanzándose sobre ellos les escupía que los iba hacer venir los fines de semana a estar de guardia y a pintar todo el establecimiento.
Su maestra era la seño Elvira y Marisela no la quería mucho. Las clases le parecían aburridas y nunca hacía los deberes. La seño Elvira la había hecho llamar a su mamá y su mamá había ido y había hecho muchas promesas que no podía cumplir porque no tenía fuerzas. La Chula, en cambio, se encerraba con ella y le hacía hacer la tarea, pero la Chula era porra y no le enseñaba bien por eso la tarea siempre tenía errores.
La Pipe es peor que yo, le decía a su mamá cuando traía mala nota. La Pipe nunca hace nada y miente, yo la vi cuando le robó una traba a la Meli. Cuando hicieron la prueba para hacer la comunión, La Pipe aprobó porque hizo machete. A su papá lo llaman todos los días.
Parece que su mamá no entendía nada de lo que le decía porque se acostaba y la Chula no la dejaba cenar.
Los domingos al mediodía, su papá los llevaba a la casa del abuelo y después de comer, mientras las mujeres lavaban los platos, todos los hombres se sentaban a tomar. Marisela ya sabía secar los platos incluso las fuentes grandes. Dejaba todo sequito y brillante. Su mamá después lavaba el repasador y Marisela se iba a jugar con el Cachito, que era petiso pero daba saltos mortales para alcanzarle la manga. Así mientras el Cachito saltaba ella oía a su mamá hablar con su tía. Su mamá se enojaba cuando el Cachito le rompía la ropa, pero a ella no le importaba. Entonces venía la Chula a cuidarla y se hacía la grande, la que no jugaba con perros.
La Chula tenía ropa de abrigo bien calentita porque su mamá trabajaba en el Sur y le mandaba ropa así. Contaba después que en el Sur siempre hay viento y calefacción, no como aquí que se congelamos como ratas. La Chula le decía eso, que con su campera ella no se congelaba como rata y tampoco iba a la escuela porque su mama le había dado permiso de faltar todo el año.
Pero aún así, a veces, a la Chula se la podía bancar porque, de vez en cuando, tenía un buen día. Lo insufrible era que su papá, cuando volvía de la casa del abuelo, no soltaba el tetra. Entonces empezaba a hablar de Boca, del país, de la crisis. Se enojaba. Insultaba todo y después, a su mamá. Su mamá no decía nada hasta que él le recriminaba su silencio y la seguía al interior de la casa y sólo se oían gritos y ruidos de muebles. La Chula la abrazaba y lo abrazaba a su hermano y los tres se quedaban juntos, temblando. Su hermano a veces lloraba. Después se hacía un silencio y siempre terminaba igual, su papá daba un portazo y la Chula se acercaba a limpiarle la sangre a la mamá de Marisela. Después, ella ya no tenía ganas de hacer nada durante toda la semana, ni siquiera de pedirle la plata al padre para comprar comida antes que él se gastara todo o de llegar a horario a la casa de la Señora Lopez y pedirle un aumento. Hacía todo como si estuviera muerta. Ella había visto una película y los muertos que caminan se llaman sumbi. Zom-bi, le repetía la Chula.
A Marisela no le gustaba el fin de semana, por eso rompía los vidrios algunos viernes, para ver si el vice por fin cumplía su amenaza y los hacía ir a arreglar todo el Sábado, el Domingo, las vacaciones, la pascua y los feriados.
El domingo pasado, el padre la había agarrado feo a su mamá. Habían tenido que llevarla a la salita y le habían puesto un yeso. Ella se había alegrado porque a un chico de su grado le habían puesto yeso y todos lo mimaban. Le dejaban lugar en el quiosco, le daban menos deberes y además le habían pintado con fibras el sol, flores y a todos los chicos del curso con su nombre abajo.
Marisela le había querido dibujar el yeso a su mamá, pero ella la había mandado a la cocina a ayudarle a la Chula apenas entró con las fibras. Parece que algo más se había roto en ella, algo que el yeso no podía curar porque se echó a dormir tres días y la echaron de su trabajo. Tuvieron que vender la cama de su hermano y ahora se había acabado la plata. El padre, como lo llamaba Marisela, se había quejado toda la semana porque su mamá había perdido el trabajo, porque no alcanzaba la plata y lo había hecho con tanta saña que Marisela tenía miedo de que llegara el fin de semana.
Ese viernes el vice los amenazó de nuevo pero no hizo nada. Pensó que tal vez era mejor romper dos vidrios y no uno. La clase fue tan larga y aburrida como siempre, pero cuando les pidieron las carpetas, la Pipe iba a tirar la suya al basurero cuando la seño se le paró al frente y la amenazó. La Jesica le dio un codazo y sentenció: Este es el fin de la Pipe. La Pipe miró a la maestra a los ojos, y, amenaza y todo, tiró la carpeta. La Elvira se puso primero blanca y después roja y ya iba a soltarle una catarata ininterrumpible de sus discursos cuando la Pipe levantó la voz. Lo hizo como hacía su tía cuando sobraba vino y a pesar de eso, daba por terminada la reunión. La Pipe habló como hablaba su tía. Dijo cosas y se hizo respetar. En serio. La seño Elvira dijo algo como para no quedarse callada y tener la última palabra. La Pipe la escuchó y volvió a su banco, no sólo sin castigo, sino con un arreglo.
A Marisela le había parecido lo más maravilloso del mundo.
Ese domingo, cuando volvieron de la casa del abuelo, su padre apenas pudo caminar hasta el sillón. Pidió más vino. Su madre no se lo quiso traer y casi se cayó sobre la heladera al sacarlo él mismo mientras gritaba que todas las mujeres son unas perras tetonas que no sirven ni para calentar la cama.
Habló mal de la familia de ella, de la Chula, de todos sus hijos y su madre muy pegada a las paredes intentó irse al dormitorio. Él, de una patada, le cerró la puerta. Sus palabras fueron subiendo y subiendo de tono mientras que ella se encogía y Marisela supo que su padre se iba a ir a las manos. Por eso, se le escapó a la Chula y entró al living. Entró al living y gritó. Gritó tan fuerte y tan alto, que su padre quedó helado con los pelos de su madre sujetos en una mano y en la otra, el puño cerrado. Entonces, Marisela le habló como había hablado la Pipe, como hablaba su tía, como habían hablado, lo supo ahí mismo, miles de mujeres antes de ella, humillándolo, defenestrándolo de la tierra de los vivos. Y no se detuvo, ni siquiera cuando le pareció que su padre se acercaba para acabar con ella. En cambio, su padre pareció sentir vergüenza porque se agachó un poco y murmuró algo incomprensible. Con un gestó violento, soltó a su madre contra el piso, le dijo algo que Marisela no oyó o no entendió. Sólo vio que, como pudo, daba un portazo al salir de la casa.
Marisela se acercó a su madre y su madre la abrazó y abrazándola estuvo llorando largo rato.
El viernes siguiente, Marisela se levantó, y caminó sin ruidos. Trató de no pisar a su hermano que dormía en un colchón sobre la tierra apisonada, ni a la Chula. Salió despacio. Hacía mucho frío y los ronquidos del padre llegaban hasta la vereda. No había nadie en la calle. Bajó media cuadra, cruzó y estuvo frente a la escuela, tan quieta, tan vacía. Caminó a la vuelta de la esquina, levantó una piedra de la calle en construcción, se acercó hacia la ventana del vicedirector y no supo porqué pero no sonrío, ni se mordió los labios, sólo pesó la piedra en su mano y la dejo caer al piso.
La escuela estaba igual que siempre, la noche, las piedras y los vidrios.
Ella no. Ella supo que ya nunca podría ser la misma.
CASIANA MARTINA: Nació en Salta, el 12 de Octubre de 1972. Posee el título de Profesora de Letras por la Universidad Nacional de Salta. Recibió una beca para integrar el taller literario Encuentro para el análisis y producción de narrativa destinados a escritores de la Región NOA realizado por la Fundación Antorchas en el año 2003. En el 2006 ganó el primer premio de los Concursos Literarios Provinciales, categoría Teatro. Ejerció como coordinadora del taller literario Surcos durante los diez años de su duración y lleva publicados cinco libros.
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